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Alejandro Robaina, el embajador de los puros cubanos

El habitual sombrero de yarey, el rostro tan surcado como su propia vega y el aroma de un puro escapándose entre bocanadas no permiten borrar el recuerdo del único veguero cubano que, en vida, bautizó con su nombre una marca de tabaco. El único apellido pirograbado en una caja con seis vitolas de habanos. Alejandro Robaina, un hombre que supo ganar respeto y admiración a fuerza de trabajo.

De raíces canarias, sus abuelos compran en 1844 las tierras que hoy delimitan la finca El Pinar, en el municipio de San Luis de la provincia más occidental de la Isla, y desde entonces comienzan a cosechar las capas, hojas que le dan cubierta al cultivo. Un oficio heredado por cada generación y que aprendió desde niño.

Con solo 17 años, y producto del estado de salud de su padre, Alejandro empieza a cuidar de las tierras y aprender de ellas; por lo que textura, sabor, aroma… el tabaco en toda su dimensión centró siempre su existencia desde entonces. Alejandro era, como tantos, un campesino más de San Luis. Pero un día, este simple guajiro comenzó a estrechar la mano de presidentes y príncipes. No pocas celebridades buscaron sentarse a su lado y tomarse fotos. Estrellas de rock, embajadores y premios Nobel llegaban hasta su humilde vega solo para conocerlo.

El inicio de su éxito se remonta a los años 60 cuando las recolecciones en El Pinar comenzaron a ser notables, pero dos décadas después llegaría el momento que lo catapultaría. Alejandro vivió “la suerte de la desgracia”: la plaga del moho azul arruinó gran parte de los cultivos de Occidente; sin embargo, Robaina logró su mejor cosecha de la historia. Paradoja que llevó al veguero a encabezar las publicaciones de los diarios y permitió a El Pinar visibilizar la calidad de sus producciones.

En 1997 un sueño del pinareño se materializó: salía a la venta Vegas Robaina, una marca de tabaco que reconocía por primera vez a un productor. La única hoy en Cuba.

A partir de entonces la vida de Alejandro cambiaría, ya no podría vestir todo el tiempo las frescas camisas, ni sus botas de campo. Ahora era el embajador de los puros cubanos. Visitaba países, intercambiaba con presidentes, hombres de negocios, príncipes. Ahora era un guajiro que recorría el mundo, que se sentaba junto al Rey Juan Carlos y a quien Sting le pediría un autógrafo.

Ya para ese entonces el rostro de Alejandro dejó de ser anónimo. Se había convertido en la imagen de los puros cubanos en España, Italia, Egipto, Alemania, El Líbano. Lo que le valió en el 2005 el Premio Hombre Habano en Comunicación.

La fama la alcanzó tarde pero supo disfrutarla sin transformar su personalidad. Él, con esa espontaneidad y desenfado tan suyos, decía no ser ni millonario o empresario y mucho menos magnate, sino un hombre de tierra “dueño y esclavo de ella”. Un veguero que no sembraba una planta sin antes encomendarse a Dios y que justo al amanecer ya estaba sentado en el portal, fumándose un tabaco, en espera de sus trabajadores. Y a estos los ponía, incluso, por encima de la cosecha, dándole a cada hombre el valor merecido.

Él reconocía el mérito del trabajo colectivo, de la fuerza unificada para obtener grandes resultados. Solo un patrón justo podría inspirar tanto afecto en sus obreros. A ellos se les escucha hablar de Robaina como “un cubano bonachón”, que les llenaba los sombreros de grasa y les vaciaba las cajas de fósforos para repletarlas de pequeñas piedras. Un hombre que no dejaba de idear bromas y que sorprendía con las respuestas más ágiles.

Como cuando en Europa, un periodista italiano le pregunta por qué el tabaco cubano era atacado por las plagas y el toscano no, a lo que Alejandro, desafiante, sin reparos ante el auditorio, y ,sobre todo, con esa autenticidad que desbordaba le explicó: “es que el bicho no come mierda”.

Así era: un campesino humilde, sano, un auténtico hombre de campo quien solo provocaba afecto y admiración. Un hombre al que el tiempo le quitó agilidad, fuerza, pero no el espíritu y la entrega a la tierra. Durante sus últimos años, a pesar de no poder recorrer la vega, siempre se mantuvo al tanto del trabajo en la finca, de la cura que se hace en las casas de tabaco y hasta del crecimiento de la hoja.

Hasta que en el 2010, el buen patriarca no pudo llegar a los 120 como pretendía y murió en su misma tierra, respirando tabaco. Y justo en el final de su vida, Robaina, sencillo y trasparente, agradeció hasta el cariño en su última entrevista: “Gracias a todos, por quererme como me quieren”.

FUENTE: Claudia Padrón Cueto