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Los intocables de Burundi

Sin documentos de identidad y con altas tasas de analfabetismo, los pigmeos de Burundi viven marginados en un país donde son los pobres entre los pobres. Aún así, con ayuda de organizaciones han ido mejorando sus condiciones de vida, hasta el punto de encontrar universitarios de esta etnia.

Bukecuru muestra con orgullo su casa de adobe con tejas, un lujo comparado con su anterior vivienda, una choza de paja donde apenas había sitio para ella, su marido y sus cinco hijos, tres de los cuales ya viven independizados.

"Nos mojábamos con la lluvia y entrábamos arrastrándonos por el suelo, como las ratas", cuenta la mujer, de 50 años, que habita en la localidad rural de Gatwe, próxima a la antigua capital de Gitega.

Con todo, las condiciones siguen siendo precarias: en la misma habitación en la que duermen dos de sus hijas está situada la cocina, que no es más que un montón de leña en el suelo con una olla en la que calientan la comida que toman una sola vez al día.

El matrimonio descansa en un cuarto situado justo enfrente al que se accede atravesando un estrecho pasillo que hace las veces de lavandería y cuarto de baño, con un recipiente con agua y una cuerda que cuelga de lado a lado de la pared con la ropa tendida.

La tercera habitación, pegada a una sala alargada vacía, la usan para guardar a la vaca, su única posesión ante la falta de tierras, algo habitual en un pueblo pobre y seminómada como el de los pigmeos.

"Necesitamos un terreno para cultivar porque tenemos hambre", dice Nakintije, su marido, de la misma edad, que reclama ser "como los otros burundeses".

El poblado donde viven, con 34 casas, es uno de los 20 con los que colabora Manos Unidas en un programa de seguridad alimentaria destinado a los pigmeos, la primera etnia que pobló Burundi pero que hoy en día sólo representa el 1 % de los poco más de nueve millones de habitantes del país, de mayoría tutsi y hutu.

"Tienen mucho en común con los intocables de la India y los gitanos en Europa porque viven aislados y despreciados por los otros, pero ellos lo aceptan como normal, se han acostumbrado", comenta el padre Bernard Lesay.

El religioso, de 82 años, lleva en contacto con los pigmeos desde 1999, cuando empezó a colaborar con la organización Acción Batwa, creada por la orden de los Misioneros de África, que pretende "acompañar a los pigmeos en sus dificultades cotidianas" y "fomentar su integración", para lo que consideran fundamental proporcionarles una casa digna.

"Al vivir en viviendas como los demás se les considera personas", dice.

En la localidad de Carire, otro de los pueblos de la provincia de Gitega que ha visitado Efe en un viaje de medios organizado por Manos Unidas, la ONG española ha financiado 44 casas para pigmeos que se enfrentan a los mismos problemas que en el resto del país: rechazo social, bajas tasas de escolarización y escasez de alimentos.

"Si cultivo no vendo nada porque lo que cultivo lo como", cuenta Maria Nahimboneye, de 70 años, la más anciana de un poblado plagado de niños que corretean por el campo descalzos y con ropas sucias y rasgadas.

Para poder salir adelante, fabrica recipientes de cerámica que vende por 50 francos burundenses, tan sólo unos céntimos de euro, como muchas mujeres de la etnia que, como ella, lo hacen manualmente, sin la ayuda de un torno.

Su marido desconoce su edad pero recuerda que trabajó durante la época de la colonización belga, hasta la independencia de Burundi en 1962, y después como sirviente del rey Mwuambutsa. Al preguntarle en qué época vivía mejor se evade con una respuesta escueta: "Yo lo que quiero es comer".

Algunos pigmeos de Burundi conservan los rasgos primitivos y la estatura baja que caracterizan a esta etnia, presente en otros países de la región ecuatorial de África, además de Borneo y Nueva Guinea.

Sin embargo, actualmente el aspecto de muchos de ellos apenas difiere a ojos occidentales del resto de los habitantes de Burundi que, a pesar de los avances, no terminan de abrirse a este grupo, al que atribuyen todos los estereotipos negativos de la sociedad.

Debido a su estilo de vida seminómada y a su aislamiento, muchos pigmeos burundeses no están registrados. Los hay que incluso siguen construyendo sus propias chozas, como Nyonsaba Clodne, de 25 años, que vive en el poblado de Musenga, en el este del país, con su marido y sus dos hijos, y sueña con tener "una casa bonita como los otros".

Otros pigmeos de Burundi, en cambio, han logrado prosperar con la ayuda de organizaciones y congregaciones religiosas como los Apóstoles del Buen Pastor y de la Reina del Cenáculo, integrada por sacerdotes católicos que gestionan cerca de Gitega un internado con más de un centenar de escolares y un centro de formación de oficios.

Allí los jóvenes pigmeos se entremezclan con chicos de otras etnias y aprenden a desenvolverse en materias como la ebanistería, la mecánica y la industria textil.

Uno de los pigmeos que pasó por allí está en la universidad y otros dos ingresarán el próximo curso, lo que supone una gran esperanza para lograr la integración definitiva de una etnia que sigue sintiéndose extranjera en su propio país.