En una esquina de Túnez, Ghaith espera con la cabeza cubierta por una capucha, mirando nerviosamente hacia todos lados en busca de cualquier indicio de que puede haber militantes del Estado Islámico en la zona.
Fuma un cigarrillo tras otro mientras describe las matanzas indiscriminadas, el abuso de las reclutas mujeres, la dureza de una vida en la que una comida consiste en pan y queso o aceite. Cuenta que compañeros de lucha le pusieron una navaja en el cuello para hacerlo recitar un verso del Corán sobre la guerra islámica para demostrar su compromiso.
"Fue algo muy distinto de lo que se decía que era la yihad", expresó Ghaith, quien pidió ser identificado solo por su nombre de pila por temor a ser asesinado. El hombre finalmente se entregó a soldados regulares de Siria.
Personas de todo el mundo se han sumado a unidades del Estado Islámico y muchas de ellas comprueban que la vida en los campos de batalla de Irak y Siria es mucho más austera y violenta de lo que esperaban. Y cuando cunde el desencanto, se dan cuenta de que es mucho más difícil irse que entrar a esas organizaciones. La agrupación Observador Sirio de los Derechos Humanos dice que Estado Islámico ya matado a 120 de sus propios miembros en los últimos seis meses, la mayoría de ellos extranjeros que querían volver a sus patrias.
Incluso si logran escaparse, los ex combatientes siguen siendo considerados terroristas y un peligro en sus propios países. Miles son vigilados o están presos en el norte de Africa y en Europa, donde ex militantes mataron a 17 personas en ataques terroristas perpetrados el mes pasado en París.
"No todo el que regresa es un potencial asesino. No todos van a matar. Muy lejos de ello", aseguró el principal juez antiterrorista de Francia Marc Trevidic. "Pero probablemente haya una pequeña cantidad que son capaces de todo".