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Ruanda apuesta por morfina barata para combatir el dolor

Era enorme, el silencio. Madeleine Mukantagara caminaba por los campos hacia su primer paciente del día, y no se oía nada salvo el sonido de su respiración y el roce de sus zapatillas. Antes se oían estridentes gritos desde la colina a la carretera que pasaba debajo. Lo que ella llevaba en la bolsa los había acallado.

Durante 15 años, su paciente Vestine Uwizeyimana sufrió un dolor constante mientras la enfermedad consumía su espina dorsal. Ya no podía caminar y apenas girarse en la cama. Su vida se había reducido a una habitación pequeña y oscura con el suelo de tierra en una zona rural de Ruanda, con un rosario colgado en la pared a su lado.

Hace un año llegó el alivio en forma de morfina líquida, producida de forma local dentro de la rompedora iniciativa ruandesa de combatir una de las mayores desigualdades del mundo: mientras miles de personas mueren en los países ricos por la adicción a analgésicos con receta, millones de personas lloran de agonía en los países más pobres, sin acceso a opiáceos.

Las empresas no ganan dinero vendiendo morfina genérica y barata a los pobres y moribundos, y en el África subsahariana, casi nadie puede permitirse medicamentos caros como la oxicodona o el fentanilo, recetados con tanta frecuencia en los países ricos que miles de personas se engancharon a ellos.

La respuesta de Ruanda son frascos de plástico con morfina, producida por poco dinero y entregado en viviendas de todo el país por trabajadores sanitarios como Mukantagara. Demuestra, según sus defensores, que el comercio de opioides no tiene por qué regirse por el dinero que hay en juego.

“Creo que moriría sin esta medicina”, dijo Uwizeyimana, de 22 años.

Ruanda está llevando más allá la producción de morfina líquida en pequeña escala iniciada en la vecina Uganda hace años, y aspira a convertirse en el primer país de bajos o medios ingresos en tener cuidados paliativos gratuitos disponibles para todos los ciudadanos.

Como trabajadora de cuidados paliativos, Mukantagara lleva mucho tiempo presenciando muertes. Hace décadas vio morir a su hermana de cáncer tras una agonía sin alivio.

La enfermera de 56 años se sentó al borde de la cama de Uwizeyimana y empezaron a rezar. La paciente se sentía mejor. “Ahora creo que todo es posible”, dijo. Se tomaron de las manos y rezaron de nuevo, en susurros. Uwizeyimana cerró los ojos.

La enferma bendijo a los visitantes cuando se marchaban y les deseó lo que quizá ella nunca tendría. Que te cases, si no lo has hecho, dijo. Que tengas hijos.

“Es difícil estimar cuánto vivirá alguien”, dijo Mukantagara, alejándose. Uwizeyimana no es la más joven de sus 70 pacientes. Muchos tienen cáncer. Algunos tienen VIH. Unos pocos, las dos cosas.

La enfermera asiste a los funerales de sus pacientes y da las gracias a las familias por los cuidados que prestaron. Para relajarse canta en el coro de su iglesia, y en su oficina junto a la capilla del hospital tararea los himnos. Una colega psicóloga le ofrece terapia.

El trabajo nunca es fácil, señaló. Pero al menos, con la morfina hay una oportunidad de muerte digna.

Hace 25 años, el asesinato de unos 800.000 miembros de la etnia tutsi y miembros moderados de la etnia hutus hizo que este pequeño país conociera de cerca el dolor. Los que sobrevivieron luchaban por recuperarse de espantosas heridas de machetes y crueles amputaciones.

El sistema de salud se desmoronó y había poco con lo que suavizar la agonía.

La resiliencia se volvió esencial en la reconstrucción de Ruanda. El dolor debía soportarse, a ser posible sin mostrar sufrimiento. Si lo mostrabas, decían algunos, no eras fuerte.

Pero los avances médicos suponían que más gente llegaba a una edad avanzada y afrontaba enfermedades como el cáncer. Algunos creyeron que su dolor era un castigo divino por delitos pasados, recordó el doctor Christian Ntizimira, uno de los principales defensores de los cuidados paliativos en Ruanda. Al mismo tiempo, los trabajadores sanitarios que atendían a los ruandeses en las fases terminales del sida pedían una forma de aliviar su dolor.

Muchos médicos desconocían la morfina o tenían miedo de utilizarla. Ntizimira recordó que al principio de su carrera tenía reparos a recetarla, y una madre se arrodilló ante él y le pidió que tuviera compasión de su hijo. Ntizimira se sintió avergonzado.

“Me fui a casa y me pregunté a mí mismo, ‘¿Para qué estudiar tantos años si no puedo ayudar a alguien que sufre?”, explicó. “Esa noche no dormí”.

El consumo de opioides se ha disparado en buena parte del mundo. El consumo se ha triplicado desde 1997, según la Junta Internacional de Control de Narcóticos (INCB, por sus siglas en inglés). Pero el aumento se dio en fármacos caros que son rentables para las farmacéuticas, según un análisis de AP sobre datos de la INCB. El consumo de morfina, el analgésico más barato y fiable, se ha estancado.

Hay un consenso sobre la administración de morfina a enfermos terminales. En 2016, cuando los Centros de Control de Enfermedades de Estados Unidos pidieron a los médicos que redujeran la oleada de recetas de opioides que impulsaron la crisis de adicciones, hicieron una excepción expresa de los pacientes terminales.

Sin embargo, una persona que está muriendo solo puede ser cliente durante unos meses y no aumentará los beneficios de la industria farmacéutica, según las voces críticas. El problema en Estados Unidos arraigó cuando las empresas empezaron a promocionar la prescripción de opioides a pacientes con problemas crónicos como dolor de espalda y osteoartritis, es decir, a pacientes potenciales durante décadas, señaló la doctora Anna Lembke, profesora de la Universidad de Stanford. Lembke escribió un libro sobre cómo médicos estadounidenses bienintencionados ayudaron a facilitar la crisis, y ha sido testigo en procesos judiciales contra empresas farmacéuticas.

Un gran estudio de la Comisión de Lancet sobre Acceso Global a Cuidados Paliativos y Analgesia describió hace poco la desigualdad entre países ricos y pobres como “un abismo amplio y profundo”.

El estudio concluyó que apenas costaría 145 millones al año proporcionar suficiente morfina para poner fin al sufrimiento de los enfermos terminales en todo el mundo, pero millones de personas siguen sufriendo sin medicación para el dolor en los lugares más pobres.

De modo que cada vez más países africanos -Ruanda, Kenia, Malaui- empezaron a distribuir morfina por su cuenta, normalmente en una colaboración entre organizaciones sin fines de lucro y el gobierno. Miraron a Uganda, donde la organización sin fines de lucro Hospice Africa Uganda producía morfina líquida a partir de polvo.

Aunque el proyecto ugandés ha sido muy reconocido, sigue siendo limitado. Depende tanto de las donaciones que este año estuvo cerca de cerrar, señaló su fundadora, la doctora Anne Merriman.

Al colocar la producción y distribución de morfina bajo estricto control del gobierno y cubrir los costes para los pacientes, Ruanda se ha convertido discretamente en el nuevo modelo de África.

“El dolor es una tortura”, dijo Diane Mukasahaha, coordinadora nacional de cuidados paliativos en Ruanda. La responsable contó cómo sin la morfina, había pacientes a punto de morir de hambre porque no podían soportar comer. “La gente debería tener medicación como una persona estadounidense. Todos somos seres humanos. El cuerpo es el mismo”.

FUENTE: AP

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